De la crónica original
Fala, Amendoeira!, de Carlos Drummond de Andrade
Traducción: Gabriela de França Nanni
El hombre y el árbol
"Ese oficio de garabatear sobre las cosas del tiempo requiere que prestemos atención a la naturaleza, esa naturaleza que no nos presta atención. Al abrir la ventana matinal, el cronista se sorprendió con el firmamento, que sería un zafiro impecable si no hubiera una grande niebla cubriendo la línea entre el cielo y el suelo - niebla baja, seca, hostil a los aviones. Luego miró hacia los árboles que algún alcalde dio a la calle, y que aún nadie se acordó de quitarla, seguramente porque hay otras destrucciones más urgentes. Todos eran verdes, excepto uno, uno que, precisamente, está plantado frente a la puerta, el compañero más cercano de un hombre y su vida, una especie de ángel vegetal entregue a su destino.
Este árbol, de alguna manera incorporada a los bienes personales, algunos cables eléctricos le cruzando, sin molestarle, y la luz cruda del proyector, cerquita suyo, quizás le impediría dormir, si fuera más joven. Los martes, por la mañana, el feriante en él apoya su tienda, y, al atardecer, todos los días, los niños intentan trepar sus troncos. Ninguno de estos incomodos afecta la placidez de un árbol maduro y delgado, que vio mucha lluvia, muchas procesiones nupciales, muchos entierros, y hace muchos años sirve de sombra a los amantes de la calle, sin contar a otras necesidades más sencillas de perritos transeúntes.
Todos estaban verdes, pero éste ya tenía algunas hojas amarillas y otras ya veteadas de rojo, en una gradación fantasiosa, algunas hojas de color marrón, el color final de la descomposición, tras lo cual las hojas caen. Las pequeñas almendras comprobaban su esfuerzo en ganar un color dorado, y, que, al completar el ciclo, caerían al suelo, si ningún chaval no las cojera antes para degustar su sabor amargadito. Y como si el cronista le preguntara - Habla, señor árbol - por qué huye del ritual de sus hermanos, adoptando prendas tan particulares, el árbol parecía explicarle: - ¿No puedes ver? Empiezo a otoñear. Es el 22 de septiembre, fecha en la que las hojas marcan el equinoccio de otoño. Cumplo con mi deber de árbol, aunque mis hermanos no respetan las estaciones. –
¿Y lo vas a hacer solo?
- En la medida de lo posible. Todo está muy desordenado y, como podrás notar, traigo conmigo un restito de verano, una anticipación de primavera e incluso, si te fijas bien en este pequeño viento que me azota al amanecer, una sospecha invernal.
- Todos somos así.
- Los hombres no. En ti, por ejemplo, el otoño es manifiesto y exclusivo. Creo que eres bastante otoñal, hijo mío, y tu obra es exactamente lo que los autores denominan otoñada: son frutos cogidos en un momento de la vida que ya no es clara, pero que aún no se diluye en la oscuridad. Fija-te que el otoño es más la estación del alma que de la naturaleza.
- No me pongas triste.
- No, cariño, soy tu árbol guardián y simbolizo tu otoño personal. Solo quiero que te dé paciencia y dulzura. El dardo de la luz duele menos, la lluvia le da a la fruta su sabor definitivo. Las hojas caen, es cierto, y el pelo también, pero hay algo de curioso en todo esto: parábolas, ritmos, tonos suaves ... Otoñizate con dignidad, hijo mío.
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